Barrio emblemático, de mil colores y muchas más pasiones, ese que el tiempo nunca borrará de la memoria ni de las orillas del Riachuelo.
Todo turista que llega a Buenos Aires incluye en sus apuntes de viaje un paseo por La Boca, por su Caminito eternizado en variopintos textos de un sincronismo admirable. Para los argentinos es un tour también infaltable, aunque una vez conocido quizá, si no se lleva en el alma el acento xeneize, no regrese asiduamente.
La propuesta de hoy, es volver a la apertura del riachuelo, al cuadro viviente de Quinquela, a la letra del tango, al balcón de Diego.
El bandoneón llora en la esquina como si ese fuese su Karma perpetuo, dos bailarines filetean la calle con el sello del siglo pasado mientras los colores explotan en apenas 200 metros de esencia porteña, añoranzas italianas y balcones tan famosos como el de los amantes de Verona.
Los adoquines continúan las obras de arte de pintores ignotos y afamados, los turistas no dejan de sacar fotos, de comprar retratos de milongas y de improvisar la letra de Juan de Dios Filiberto.
Hasta entrado el siglo XX un arroyo descendía a la orilla de lo que hoy es ese caminito, luego pasó el tren y más tarde todo quedó detenido en el tiempo, como las vías.
Paredes de lata de pintadas estridentes, puertas y ventanas contrastantes, balconcitos retorcidos, desniveles que obedecen a las escapadas del río y las sogas con la ropa tendida, los farolitos y los indicios dejados por los Genoveses que se afincaron aquí en el siglo XIX, son la identidad de la barriada poética.
Hay que caminar por Caminito y el entorno, entrar a los cafés y dejarse envolver por los muros que transpiran puerto, un almuerzo en un bodegón o en una cantina es obligatorio, bandas y parejas de bailarines le darán la escenografía y la banda musical al ritmo del 2x4, a una película de oro y cielo.
A orillas del Riachuelo también hay que llegar, con sus barcos -elenco estable de la mirada de Quinquela- y los esqueletos de otros, como sosteniendo al viejo puente Avellaneda. El nuevo puente, por cierto es perfecto para una panorámica boquense.
La plazoleta de los suspiros con el mástil de un barco que nunca zarpó sirve a la foto obligada y retrotraen a los tiempos en que los genoveses le cantaban a su lejana tierra. Allí la feria callejera emerge cada fin de semana como las obras teatrales al aire libre, los mimos y payasos, los músicos, y la gente -argentinos y turistas- que con cámaras incesantes y sus corridas, son parte de la idiosincrasia de La Boca.
Y más allá de la pasión futbolera de cada viajero, es menester llegar a la Bombonera. Desde la entrada con la obra gigante de Quinquela se sella el pacto de amor entre el barrio y su club, allí se recrea el antojo de los colores de la pasión bostera; Pérez Celis desde la calle y Rómulo Macció, siguen dando forma y color al deporte nacional por adopción.
El museo con todos los ídolos y todos los títulos emociona a los aficionados, y no se extrañe ver a alguien llorando frente a una copa del mundo o a la estatua de cera de Martín Palermo.
Museo Quinquela Martín. Con un centenar de obras del genial artista porteño y la presencia de pintores relevantes de nuestro país.
La Carbonería. El taller, que era ni más ni menos que una carbonería donde viviera Quinquela, es una galería de arte.
Museo histórico de cera. Divertido y sorprendente alberga las obras de Domingo Tellechea.
Club Boca Juniors. Visitas guiadas por la Bombonera, además allí está el Museo de la Pasión Boquense con un recorrido por la trayectoria del club, tienda de merchandising, galería de trofeos, un paseo por la historia de Boca con todos sus ídolos.
Sabores, colores y pasiones. Hay numerosos locales con excelentes shows tangueriles y muy buena gastronomía, es cuestión de elegir según el presupuesto, lo bueno es que hay opciones para todos los bolsillos. Por la noche el colorido se perpetúa con las mil luces de la barriada, siguen muy buenos espectáculos.
Fuente: Los Andes Turismo