Una guía no vidente lleva a los visitantes del Zoo –ciegos o no– a recorrer los recintos de los animales poniendo énfasis en los otros sentidos. Además, una oportunidad para que chicos con buena vista exploren la naturaleza con los ojos tapados.
Un grupo de chicos con antifaces “ven” con sus manos la serpiente pitón que mide 3 metros y pesa 25 kilos.
Lily Aranda perdió la visión a los 15 años por culpa de un accidente hogareño en su pueblito natal de Tres Lagunas, provincia de Formosa. Pero con admirable astucia le hizo frente a su problema mudándose a Buenos Aires, donde en 1988 ya trabajaba como telefonista en el Zoo porteño, cuando todavía era estatal. Y todos los días disfrutaba del lugar a su manera, identificando los recintos por los olores y sonidos.
A los dos años de estar atendiendo el teléfono, Lily pidió hablar con un directivo del Zoo de Buenos Aires y le comentó su inquietud: “¿Y si me dedico a guiar?”. Al director la idea le pareció excelente y Lily se convirtió en la primera guía de zoo para ciegos del mundo, tal como fue reconocida por el Congreso Mundial de Directores de Zoo. Desde entonces, no paran de llegar a lo largo de todo el año grupos de colegios con chicos ciegos y no ciegos, así como adultos no videntes que buscan disfrutar de una de las pocas actividades recreativas que existen en la ciudad pensadas para ellos. “Yo sé hacer ver a los que no ven porque soy una de ellos”, dice Lily. “Hay dos tipos de ciegos: los que vieron alguna vez y los que nunca vieron.” Y para estos últimos, recurre a una detallada técnica de descripción. “Estamos frente al recinto de los elefantes, que miden 3 metros de alto y 5 de largo y viven acá, en un sobrecargado templo hindú. El elefante tiene una trompa muy larga, orejas también largas y no existe en la naturaleza otro animal siquiera parecido. Aquí tienen un peluche en forma de elefante; vayan pasándoselo y tóquenlo para que se hagan una idea de cómo es. El de verdad pesa 3000 kilos, así que imagínense... Enfrente tienen a tres elefantas, una asiática llamada Mara y dos africanas llamadas Pupy y Puki.” A veces, cuando el cuidador se acerca, tienen la suerte de oírlos barritar.
Todos los ciegos han tocado alguna vez un gato. Por eso se usa a estos felinos para compararlos con un tigre e incluso con un león. En casos difíciles como el bisonte, Lily les explica que “es como una vaca pero mucho más grande y robusto, con patas gordas, pelaje grueso y un cuerno enorme con forma de medialuna de manteca”.
Para oír a algún animal hay que tener un poco de suerte, pero es en la jaula de los guacamayos donde la experiencia no falla. Y lo que más disfrutan los ciegos es tocar con las manos (es su forma de “ver”). Para eso ingresan al recinto de las llamas –que son muy educadas y no escupen– y les acarician el grueso pelaje. Además, les dan de comer pasto en la boca. En el sector de granja les dan de comer a las ovejas y gallinas, y acarician a los mansos conejos. A los antílopes, ciervos y chivos los alimentan a través del enrejado mientras los animales les pasan la lengüita por los dedos.
El reptilario es el lugar que más disfrutan, asegura Lily. Allí los cuidadores le entregan cuidadosamente a cada visitante la serpiente pitón blanca de la India que mide 3 metros y pesa 25 kilos. Todos resaltan su suavidad en la piel y en los movimientos. Otro muy popular es el lagarto Juancho, al que le gusta pasar de mano en mano y quedarse quietito recibiendo caricias. Y tanto éxito tiene la piel fría de este lagarto rojo que al final de la visita de dos horas muchos piden volver al reptilario.
A algunos les da impresión tocar a los reptiles, pero Lily les cuenta su experiencia. “Al principio tenía miedo de tocarlos, hasta que un día el encargado del reptilario me puso una víbora en el cuello y se fue. Así les perdí el miedo.”
Durante la visita, el Zoo de Buenos Aires se recorre completo y se va explicando la historia de los principales recintos, algunos de ellos verdaderas joyas arquitectónicas declaradas Patrimonio Histórico de la Ciudad, como por ejemplo la Pagoda China, donde vive el oso panda rojo. Frente al lago Darwin se oyen los chorros de agua de la fuente y Lily les cuenta que la laguna está llena de flamencos y en el centro tiene una isla con una reproducción de unas ruinas bizantinas.
Lily se maneja con total soltura y conoce cada rincón de ese laberinto de senderos que se entrecruzan. Hace 20 años que es guía en el Zoo y hace 22 que trabaja allí.
Esta visita se hace también con chicos que llegan en grupos de colegio o forman parte de las colonias de vacaciones del Zoo y los programas especializados de fin de semana, con un doble objetivo. Por un lado se busca que potencien otros sentidos. Y por el otro se experimenta cómo es la vida de un ciego. Por eso hacen el recorrido con la vista tapada con antifaces para dormir.
Con indiscreción infantil los niños acribillan a preguntas a Lily. ¿Cómo cocinás? ¿Cómo ponés la yerba en el mate? ¿Cómo sabés cuando está listo el churrasco? ¿Cómo parás el colectivo? ¿Hacés deporte? Y la respuesta a esta última pregunta es la que más sorprende. “Sí, he sido velocista; competí en Holanda en la prueba de 800 metros, además juego al torball –una especie de handball para ciegos con una pelota que hace ruido–, un deporte que me ha llevado a competir en Estados Unidos, España y Brasil.”
Para Jorge Luis Borges –un asiduo visitante del zoo porteño que se pasaba horas observando El Oro de los Tigres–, “El mundo del ciego no es la noche que la gente supone. En todo caso estoy hablando en mi nombre y en nombre de mi padre y de mi abuela, que murieron ciegos; ciegos, sonrientes y valerosos”. Igual que el escritor, Lily se toma la ausencia de la vista con calma. “Ahora miro de otra forma.” Y cuenta con una risa contenida “las cosas graciosas que nos pasan a los ciegos”; uno está en general muy alerta a todo, a cualquier cosa que te roza. Una ramita de un árbol a veces te paraliza, hasta que dilucidás qué es. Nos volvemos hipersensibles al tacto y a veces estamos en un corral y nos roza un compañero con su campera de corderito que tiene puesta, y nos creemos que es un animal. ¡Y no sabés el julepe que nos pegamos!”
Fuente: Página 12